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[1070] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EUCARISTÍA Y MATRIMONIO A LA LUZ DE LA ALIANZA

Del Discurso Vous avez choisi, a los Equipos de Nuestra Señora, 23 septiembre 1982

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[El misterio de la Alianza]

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1. Dios regaló al hombre, desde el principio, la vida y el amor. Este don y esta gracia se expresan en la gracia de un rostro, de una mujer, Eva, madre de los vivientes, imagen ciertamente imperfecta, pero de todos modos imagen de la nueva Eva, María, la llena de gracia. La alegría de Adán, colmada en su expectativa, estalla: “Esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gén 2, 23). Los dos se extasían ante el amor y la vida compartidos en el nacimiento del primer hijo: “He alcanzado de Yahvé un varón” (Gén 4, 1). Y sin embargo, no sospechaban la amplitud y profundidad del don de Dios (cf. Ef 3, 18-19).

Esta gracia, este don del amor y de la vida no es, en efecto, sino el primer paso. El Señor quiere unirse a la humanidad, quiere “concordarse” con ella. Hace una alianza con su pueblo escogido: “Yo soy el Señor, tu Dios que te he sacado de la tierra de Egipto... No tendrás otro Dios que a mí” (Éx 20, 2-3). Pero esta Alianza no es un simple contrato ni una alianza política: el Señor compromete en ella su palabra y su vida, por eso reclama amor y ternura. La alianza se expresa a través del signo del matrimonio. Los Profetas ahondaron en el misterio de esta Alianza a través de la agitada historia de la fidelidad del Señor y de las infidelidades de su pueblo, a veces desde su propia experiencia de vida conyugal (cf. Os 2, 21-22), y Jeremías termina anunciando una Alianza nueva (31, 31).

Y, en efecto, “cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gál 4, 4). Cristo comparte la condición humana en el seno de la Virgen María. “El Verbo se hizo carne”, Alianza indefectible, ya que nadie jamás podrá separar al hombre de Dios, unidos para siempre en Jesucristo (cf. Rom 8, 35-39). Y en términos matrimoniales se expresa también el misterio: Jesús realiza su primer signo en las bodas de Caná (cf. Jn 2, 11); y el Evangelio da a entender que el verdadero esposo es Él mismo (cf. Jn 3, 29; Ef 5, 31-32); Jesús llega hasta el extremo del amor (cf. Jn 15, 13; 13, 1), sella la Alianza con su sangre, y “envía su Espíritu” (Jn 19, 30) a la Iglesia, su Esposa.

Y así la Iglesia aparece como el término de la Alianza: colmada del don de Dios, es la Esposa amada y fecunda que engendra nuevos hijos hasta el fin del mundo. “Sacramento universal de salvación” (cf. Gaudium et spes, 45, 1 y 42, 3; cf. también Lumen gentium, 1, 1 y 48), conducirá progresivamente a la humanidad a la vivencia total del don de Dios en la Alianza ofrecida, mediante el anuncio de la Palabra y los sacramentos.

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[Eucaristía y Matrimonio]

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2. En los sacramentos se celebra y se realiza la Alianza. Y de un modo especial, en la Eucaristía (cf. Presbyterorum ordinis, 5), y el matrimonio, “íntimamente unido” a la Eucaristía (Familiaris consortio, 57) presenta una vinculación particular con la Alianza. La Antigua Alianza se expresa en el signo del matrimonio humano; pero la realidad del matrimonio cristiano está como poseída y transfigurada por la Nueva Alianza.

Por mi parte, subrayé en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio, consagrada a la familia, después del Sínodo de 1980, la necesidad “de volver a encontrar y profundizar tal relación” (núm. 57). Vuestra peregrinación a Roma me ofrece la ocasión de abrir algunas pistas que os toca a vosotros explorar después.

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[Comunión]

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La Eucaristía, en efecto, nos hace accesible la Alianza, el don y al mismo tiempo Aquel que se dona: sacramento, por excelencia, de la Alianza, es misterio de comunión, de unidad, con relación a cada uno en persona: “Quien come mi carne permanece en Mí y Yo en él” (Jn 6, 56). “Del mismo modo que... Yo vivo por mi Padre, el que me come vivirá por Mí” (Jn 6, 57). La Eucaristía expresa la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu, englobando en esta comunión a los fieles, que de este modo están en comunión los unos con los otros (cf. 1 Cor 10, 17). Por la carne de Cristo resucitado se realiza la comunión en el Espíritu: “El que se allega al Señor se hace un espíritu con Él” (1 Cor 6, 17).

El cumplimiento de la Alianza en la Eucaristía repercute en la alianza conyugal. ¿No se realiza también en el sacramento del matrimonio una comunión en la que la unidad de la carne conduce a la comunión del espíritu? Como la Alianza de Cristo, la alianza conyugal impulsa a los esposos a vivir la fidelidad “en la ternura y la misericordia”, pero al mismo tiempo, “en la justicia y el derecho” (Os 2, 19-21). “El matrimonio de los bautizados se convierte así en símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó” (Familiaris consortio, 13). “En este sacrificio de la nueva y eterna Alianza los cónyuges cristianos encuentran la raíz de la que brota, que configura interiormente y vivifica desde dentro su alianza conyugal” (Familiaris consortio, 57). Junto al Señor, aprenden a amar “hasta el extremo”, en la entrega y el perdón. Y como Él vive una Alianza indisoluble, de Él aprenderán ellos la fidelidad sin fisura a la palabra y a la vida entregadas.

La Alianza no sólo inspira la vida de la pareja, sino que se realiza en ella, en el sentido que despliega su propia energía en la vida de los esposos: “modela” por dentro su amor: ellos se aman no sólo como Cristo ha amado, sino, misteriosamente, con el amor mismo de Cristo, ya que les es concedido su Espíritu... en la medida en que se dejan modelar por Él (cf. Gál 3, 25; cf. Ef 4, 23). En la Misa, por el ministerio del sacerdote, el Espíritu del Señor hace del pan y del vino el cuerpo y la sangre del Señor; en y por el sacramento del matrimonio, el Espíritu del Señor puede hacer del amor conyugal el amor mismo del Señor; si los esposos se dejan transformar, pueden amar con el “corazón nuevo” prometido en la Alianza Nueva (cf. Jer 31, 31; Familiaris consortio, 20).

“El amor humano, reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y la afectividad, aspiración del espíritu y la voluntad” (Familiaris consortio, 13), por la gracia del Señor puede ser totalmente penetrado por la Fuente del amor y manifestar en verdad la Alianza nueva y eterna que irradia en él.

Es verdad que así estamos muy lejos de un simple impulso instintivo o de un mero acuerdo provisional ligado a calculados intereses inmediatos, a los que mucha gente, hoy, tiende a reducir este don del Señor que es el amor.

3. He afirmado: “Si los esposos se dejan transformar”, ya que no es sólo asentimiento lo que encuentra el don ofrecido por Dios. Desde el principio ha chocado con el rechazo y el orgullo. Las tentativas, siempre renacientes, de un cristianismo sin sacrificio están condenadas al fracaso. Chocan con la realidad del pecado. La misión de Cristo no es realización del hombre, sino por su muerte y resurrección. La Eucaristía nos recuerda constantemente que la sangre de la Alianza nueva y eterna “es derramada para el perdón de los pecados” (Mt 26, 28). La Alianza se sella con la sangre del Cordero.

Nada tiene, pues, de extraño que el sacramento del matrimonio comprometa a los esposos en un camino en el que encontrarán la cruz. Cruz en la pareja: sacrificio del egoísmo de cada uno, desaires, debilidades, decepciones que exigen perdón, ruptura. Cruz por parte de los hijos, de sus limitaciones, sus enfermedades, sus infidelidades. Cruz de los hogares estériles. Cruz de aquellos cuya fidelidad a la alianza suscita burlas, ironía o hasta persecución. ¡No vivimos en un mundo inocente! El amor como toda realidad humana, necesita ser salvado, redimido. Pero la celebración de la Eucaristía permite a los esposos hacer de sus pruebas camino de comunión, participación en el sacrificio del Señor, nueva forma de vivir la Alianza, y, más allá de la cruz, más allá de todas las formas de muerte que jalonan su existencia, pasar a la alegría: el matrimonio cristiano es una Pascua.

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4. El sacrificio del Señor le llevó a la resurrección y al don del Espíritu. Desemboca en la acción de gracias y en la alabanza del Padre. Éste es el sentido originario del término “Eucaristía”, en el que bebemos la “copa de bendición” (1 Cor 10, 16). La bendición de la alianza de Adán y Eva se completa en la bendición del nuevo Adán y de la nueva Eva. Inmersa en la Alianza de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5, 25 ss.), la alianza conyugal desemboca también en la alegría, la gratitud y la acción de gracias. En este sentido toda familia cristiana está llamada a ser una “pequeña Iglesia”, un lugar en el que resuene la alabanza y la adoración (cf. Ef 5, 19). Así ejercen los esposos su sacerdocio de bautizados. Hogares de los Equipos de Nuestra Señora, vosotros habéis contribuido a devolver su honor a la oración en el hogar; habéis prestado con ello un apreciable servicio. El “reconocimiento”, la acción de gracias y la alegría fundados no sobre la mera ilusión, sino sobre la verdad del don y del perdón, están llamados a jugar un papel en un mundo que, convulsionado con sus conquistas, corre el riesgo de perder el sentido de lo gratuito. Se cierra a la gratitud, a la acción de gracias, fuentes de alegría, olvidándose de que no es sólo “justo y necesario” dar gracias, sino también “salvación”.

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[Hacer la Iglesia]

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5. Acabo de recordar el servicio prestado a la Iglesia por los Equipos en el campo de la oración. Quiero insistir en la dimensión eclesial de vuestra vocación conyugal. La Alianza nueva y eterna es ofrecida a “la multitud” (Mt 26, 27). Por muy personal que sea el encuentro eucarístico de cada cristiano, concierne a todo el Cuerpo. “La Iglesia hace la Eucaristía, pero la Eucaristía hace la Iglesia”. Más allá de las diferencias de raza, nación, sexo, clase..., la Eucaristía rompe fronteras, el Cuerpo eucarístico de Cristo construye su Cuerpo místico que es la Iglesia. La celebración de la Alianza nueva y eterna da plena consistencia a la asamblea cristiana: ésta “hace cuerpo” en el cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 10, 17). Pero, lejos de encerrarla en la oscuridad de un cuadro estrecho, la Eucaristía la hace irrumpir por los cuatro puntos del mundo. El Espíritu de Cristo resucitado asegura al mismo tiempo la comunión y la misión (cf. Act 1, 13; 2, 4; Mt 28, 18-20).

“En el don eucarístico de la caridad, la familia cristiana halla el fundamento y el alma de su ‘comunión’ y de su ‘misión’, ya que el Pan eucarístico hace de los diversos miembros de la comunidad familiar un único cuerpo...” y, al mismo tiempo, alimenta su “dinamismo misionero y apostólico” (Familiaris consortio, 57). Como sacramento de la Alianza, el hogar, Iglesia doméstica, vivirá intensamente la comunión, una comunión en modo alguno replegada en sí misma, sino plenamente abierta a la misión. La familia cristiana, célula de la Iglesia abierta a otras comunidades, no es una capilla cerrada, un cenáculo. Por esto, debéis poner cuidado en trabajar en estrecha comunión con vuestros obispos y Pastores de la Iglesia, comenzando por los sacerdotes de vuestras parroquias.

Vuestra vocación de “constructores” de la Iglesia comienza por el don generoso de la vida (incluso en la Iglesia, muchos hogares no saben que “los hijos son el don más excelente del matrimonio”: Gaudium et spes, 50). Vuestra vocación se continúa en las múltiples actividades que cada pareja puede llevar a cabo según su propio carisma, desde la catequesis a la animación de la liturgia o a la acción apostólica en cualquiera de sus formas. Cada hogar discernirá su propia vocación confrontando sus gustos, sus talentos y sus posibilidades con las necesidades y las llamadas de la Iglesia y del mundo. El servicio misionero va más allá, en efecto, de las fronteras de la Iglesia. Este mundo aviejado (cf. Familiaris consortio, 6), ya no cree en la vida, en el amor, en la fidelidad, en el perdón. Tiene necesidad de signos de la Alianza nueva y eterna, que le revelen el amor auténtico, la fidelidad incluso en la cruz, la alegría de la vida y la fuerza del perdón; le hace falta redescubrir el precio de la palabra dada y mantenida, en la vida ofrecida. A través de la fidelidad de los esposos podrá vislumbrar la fidelidad del Dios viviente.

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[Hasta que venga]

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6. La Eucaristía, finalmente, anuncia y prepara la vuelta del Señor y el cumplimiento definitivo de la Alianza. La Eucaristía es alimento para el camino: prepara el tiempo en el que ella misma no será ya necesaria, porque “le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2). Lejos de llevarnos a menospreciar el tiempo que pasa, nos concede hacer eternidad con el tiempo; y, a la vez, nos impide atascarnos en el presente al recordarnos nuestra condición de nómadas en esta tierra (cf. Heb 11, 9-11; Flp 3, 20; 1 Pe 2, 11). Como pueblo de la alianza, somos pueblo de la Pascua, del paso. Nos dirigimos hacia la Ciudad de Dios, hacia la Jerusalén celestial, donde seremos colmados del don de Dios.

Esta perspectiva escatológica rebrota en el matrimonio. Éste lleva la señal de lo efímero: “la figura de este mundo que pasa” (1 Cor 7, 31). Pero el cuerpo es algo más que el cuerpo, es signo del espíritu que lo habita (cf. discurso en la Audiencia General del 28 de julio, 1982) el matrimonio cristiano es más que la carne. “El amor es más que el amor” (Pablo VI, discurso a los Equipos de Nuestra Señora, 4 de mayo, 1970, núm. 6). Transfigurado por el Espíritu, el amor construye para la eternidad, porque “el amor no pasa nunca” (1 Cor 13, 8). Pero al mismo tiempo, un amor conyugal auténtico, lleno por tanto de ternura y fidelidad, impide pararse en una adoración indebida del cónyuge; conduce, desde la alianza conyugal, a la Alianza divina, desde la imagen a la Fuente. Por esto, se le reconoce como inseparable de otro signo de la Alianza: el celibato “por el reino” (Mt 19, 12; cf. discurso en la Audiencia General del 30 de junio, 1982). El celibato recuerda a todos que el don de Dios por excelencia no es una criatura, por muy amada que sea, sino el Señor mismo: “Tu esposo es tu creador” (Is 54, 5). El verdadero esposo de las bodas definitivas es Cristo, y la esposa es la Iglesia (cf. Mt 22, 1-14). La virginidad consagrada, signo del mundo futuro (cf. Familiaris consortio, 16) resuena como una llamada en el corazón de todos los hogares cristianos. No es ni miedo ni rechazo, sino llamada de un amor más grande (cf. discurso en la Audiencia General del 21 de abril, 1982). Yo he querido recordar que, en este sentido, “la Iglesia... ha defendido siempre la superioridad de este carisma sobre el matrimonio” (Familiaris consortio, 16), aunque esto no se entienda bien hoy. Esto es hablaros de la importancia que la Iglesia da a un cierto clima en las familias cristianas para que florezca en ellas, con libertad y alegría, la llamada a dejarlo todo por Cristo.

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[Camino]

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8. Las últimas reflexiones no nos han alejado de la Eucaristía, al contrario, nos encauzan hacia ella: ¿No es la Eucaristía un viático para los caminantes? ¿No es el encuentro con el que es la verdad y la vida, y también el camino? (cf. Jn 14, 6).

Por tanto, queridos hermanos y hermanas, vivid de corazón del sacramento de la alianza, ya que vuestro matrimonio se alimenta de la Eucaristía, y la Eucaristía se esclarece desde el sacramento de vuestro matrimonio. Ahí se juega el futuro del mundo. Que, a pesar de vuestras limitaciones y debilidades, vuestra luz brille ante los hombres. Los hombres de nuestro tiempo, ¡se amontonan alrededor de tantas fuentes infectadas! Que vuestra vida entera los conduzca al pozo de Jacob, que vuestra vida de pareja y de familia les interpele: “¡Si conocieras el don de Dios!”. Que viéndoos vivir, ellos, adivinen el “sí” entusiasta de Dios al amor auténtico. Que toda vuestra vida les haga comprender la llamada de Cristo: “Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba. Al que cree en Mí, según dice la Escritura, ríos de agua viva manarán de sus entrañas” (Jn 7, 37-38).

[DP (1982), 300]

 

© Javier Escrivá-Ivars y Augusto Sarmiento. Universidad de Navarra